¿Cómo meditar si hay que referirlo todo a un individuo… supremo? Con salmos, con oraciones no se busca nada, no se descubre nada. Sólo por pereza se personifica la divinidad o se la implora. Los griegos se despertaron a la filosofía en el momento en que los dioses les parecieron insuficientes; el concepto comienza donde acaba el Olimpo. Pensar es dejar de venerar, es rebelarse contra el misterio y proclamar su quiebra (…).
Una religión se instaura sobre las ruinas de una sabiduría: los manejos que emplea aquélla no convienen a ésta. Siempre prefirieron los hombres desesperarse de rodillas que de pie. A la salvación aspiran su cobardía y su fatiga, su incapacidad de alzarse al desconsuelo y de extraer de él razones de orgullo.
E. M. Cioran, La tentación de existir
No sabría decir nada más conciso sobre ella: la religión es una estupidez. Sé que corro el riesgo de que muchos se sientan insultados, incluso buenos amigos, y puedo caer mal y pasar, como no podía ser de otro modo, por intolerante. De poco servirá que precise que es la religión lo que me parece una estupidez, y no la gente que con más o menos fervor la profese. Tampoco servirá (y miren que es un tic bastante cristiano que conservo) que me culpe a mí mismo de cultivar otras muchas estupideces, pero se puede cabalgar contra cualquier creencia, salvo contra las religiosas, y mucho menos contra las creencias religiosas de mayor éxito.
Y es que llevamos miles de años embarcados en esta sobredimensionada tontería, y a estas alturas parece que cualquier crítica a las santas tradiciones es un acto gratuito e innecesario. Mucho más cuando hoy día es difícil encontrar un cristiano o un católico que no se enorgullezca de haber superado esa visión pazguata y esclerotizada de una religión puramente ritualista, convertido el que más y el que menos en una especie de dulce hippy liberal que valora, sobre todas las cosas, el mensaje de Jesús, limpio de las toneladas de porquería que durante dos milenios, al parecer involuntariamente, generó y arrastró el famoso judío.
Cierta vez, una buena amiga me dijo que ella, por encima de la opinión que le merecía la trasnochada creencia en la virginidad física de la Señora de los Cristianos, valoraba en la figura de María la capacidad de asunción de su responsabilidad: una mujer que, súbitamente, debe convertirse en madre de Dios (ahí es nada), y que, sencilla entre las sencillas, debe soportar también el enorme dolor de que le liquiden a uno de sus hijos, y nada menos que el más popular. Cualquiera que se encuentre dentro del sistema religioso, que se halle acostumbrado a asumir con frecuencia y soltura todos esos mitos y leyendas ancestrales, que sea capaz de medir con un rasero las certezas y probabilidades físicas, y con otro las verdades inquebrantables de la fe, podría hacer este discurso que hizo mi amiga sin que le picase nada; pero quien viva con los ojos en este mundo y no en las alturas, quien necesite ser respetuoso con las reglas básicas del saber, que no son otras que las que nos permiten comunicarnos y convivir; a quien repugne resolver las dudas existenciales con disparatadas soluciones, urdidas por ese ejército de hombres sectarios e intrigantes que compusieron la historia de la Iglesia, éste no puede más que rechazar la idea de mi amiga. La historia, como poco, no encontró pruebas convincentes de la figura de Jesús, y mucho menos de la de su madre. Sí parece claro que, de haber existido, la Virgen, cuando tuvo en su virginidad a Jesús, ya había dado a luz previamente a varios de sus hermanos (de Jesús, que cuando todo es posible se hace necesario precisar), e imaginamos que lo hizo con una castidad parecida. Pero más allá de la escasa probabilidad de la virginidad real de la Virgen, e incluso más allá de la mala intención que animó durante siglos a los gerifaltes eclesiásticos, que en el siglo V comenzaron a vender el producto virginidad para no aclararse del todo hasta el XIX, en que la Virgen fue declarada oficialmente del todo Virgen, digo aparte de ambas circunstancias, yo creo que el ejemplo de una mujer improbable, en una historia improbable, en una fecha antiquísimamente improbable, no puede servirle a nadie si no se le echa una imaginación de cuidado… de cuidado psiquiátrico, claro.
La religión, definitivamente, es una estupidez. Hay que reconocer que, al fin y al cabo, todos nos movemos auxiliados por una o varias estupideces: el amor, la fidelidad, las costumbres, la bondad, el respeto, la fantasía… Las estupideces son útiles sobre todo a la hora de engañarnos sobre nuestra soledad. Yo, particularmente, soy un enamorado de las estupideces, un estúpido e incurable sentimental que trata de convertir en estupidez prácticamente todo lo que toca. Incluso la ciencia se convierte en una estupidez cuando se adora la cuadratura lógica, cuando se anhela ese momento en que uno coloca la última pieza del rompecabezas y el mundo es perfecto por un instante. El aire que nos rodea contiene una alta concentración de estupideces que nos ayudan a respirar. Por tanto, el problema no es que la religión sea una estupidez. El problema viene luego, cuando la religión reclama, vía fieles y ministros, su estatuto de seriedad, o cuando se usa para su venta un marketing inhumano depurado durante siglos. La religión es una tremenda estupidez creada con técnicas refinadas de fidelidad, donde una parte crucial del individuo (una de las que le distingue del animalito) se anula de una forma socialmente aceptada. No es difícil distinguir incluso en mi amiga, inteligente entre las inteligentes, o en otros aparentes blasfemos que bohemian por el mundo, ese tufillo de inconsistencia y moralina que habla del triunfo de la religión, de la interiorización del elemento extraño religión como componente natural de nuestras existencias.
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Aunque parezca lo contrario, ninguna religión tiene axiomas inquebrantables: en cuanto una religión se hace fiel a unos principios firma su pronta desaparición. Una religión con vocación de futuro debe ser flexible: si el negro ha de ser mañana blanco, sea. Pero aún más que esa flexibilidad, que no es tal sino pura e interesada incoherencia, lo característico de una religión es conseguir la esquizofrenia de la grey. Uno no es esquizofrénico cuando, ante una misma situación, actúa de diferente forma en diferentes momentos; tampoco es esquizofrénico aquel que, a la hora de analizar un suceso, hoy estructura su pensamiento de una forma y mañana de otra. Alguien me dijo una vez que no tenía problema en sucumbir a las muchas obligaciones y límites que a uno le impone la vida, pero que se daba por satisfecho si al menos se percataba de que sucumbía. Y eso puede aplicarse a todo: me encanta que gane el Betis, pero soy libre de desear que el Betis baje a tercera porque sé sin lugar a dudas que el fútbol, como otros muchos entretenimientos, no es más que un cuento para gente que no tiene otra cosa mejor que hacer, y yo, sin dedicarle apenas tiempo al jueguecito, elijo querer que gane el Betis. Por el contrario, un esquizofrénico es aquel que cree a pies juntillas que rozar el palio de la Blanca Paloma insufla en él un aliento divino que Dios —admítaseme el término de mi querido y llorado amigo Curro Bizcocho— vehiculiza a través de su madre (¡madre de Dios y a la vez madre de su hijo!), alguien que, al minuto, reivindica la cordura y la sensatez en otros muchos aspectos de la vida. La religión es, y la cristiana una de las que más, gracias fundamentalmente a la vulnerabilidad que le han prestado sus dos milenios de historia, el cuento más estúpido que jamás haya inventado el ser humano. No cabe duda que es un cuento útil, fructífero socialmente, porque ha mantenido durante miles de años, en los que nos faltaba la televisión y la masa se hallaba incomunicada y bruta, a esta masa bajo la férula del poder.
Luego de un período inicial piojoso, de riesgo y derrota continua (ellos mismos se burlaron del propio líder, y lo pisotearon como se pisotea a una cucaracha, sin darle más importancia), San Pablo inició su maquiavélico giro hacia el poder, hacia los gentiles, hacia la suavidad, reinventando y adaptando poco a poco aquellos primeros escarceos revolucionarios del judío loco, del iluminado Jesús y sus amigos. La Ley judía, bastante inflexible y mijita cabezota, sobraba en el camino hacia el éxito. Todo era más fácil si el poder estaba con los elegidos, si el propio poder dirigía la estupidez, y en poco tiempo era el propio Emperador romano el que convocaba los concilios y actuaba de portavoz divino. Y aún más fácil si la buena nueva se demostraba exenta de peligros y compatible con una vida normal de lujuria y ambición (ah, bendita confesión, bendita penitencia, bendita absolución…). Desde entonces, la historia de la Iglesia ha sido una historia criminal salpicada de algunas excepciones de buena fe, y como toda historia criminal, como todo acto de poder, ha sido algo útil para la cohesión social, para la cohesión del rebaño, para la suavidad del reloj, para que la muerte no duela porque no duele la vida ni duele la soledad de nuestra naturaleza. Pero aparte de útil, el cuento cristiano ha sido realmente estúpido: no hay quien se lo trague, salvo algunos miles de millones de seres humanos, claro.
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Imaginemos por un momento que usted nota su soledad, que está solo o sola en el mundo porque incluso los que más quiere, los que más le quieren, se encuentran, en su complejidad, a una distancia considerable de usted. En esos momentos nadie comprende lo suficiente su realidad, sus anhelos, sus dudas… En eso llego yo, que nadie puede negar que me doy un aire al Mesías, y en verdad le digo: "Hermano/a, no hallas la luz porque buscas fuera de ti. Escarba en tus entrañas, siéntate en el borde de un acantilado, ante la inmensidad del mar, y escruta tu ser. Cuando observes que un rayo de luz se desliza tras esa nube que cubre el horizonte, ahí está Rediós, mostrándote su grandeza. Rediós piensa en ti, se preocupa por ti, y en verdad no te necesita, porque Rediós es eterno. Volverá a ensartar las nubes con los rayos solares luego de que tú y yo hayamos perecido. Rediós no tiene relojes, pero él, Amo del tiempo y Señor del mar, la tierra y el espacio, se muestra especialmente ante ti, te ha elegido. Confía en él, entrégate a su enseñanza, a la dulzura de su paso entre las nubes, a su saber estar en armonía con los cielos. Confía en él y serás salvo/a, como nuestro hermano Misha, que aplicó las diecisiete máximas de Rediós y halló la felicidad". Hace rato que usted piensa en las sectas, esas pequeñas religiones que, como los jíbaros, tratan de reducirnos el cráneo. Casi todos coincidimos con esos pelagatos, pero pocos se atreven a decir que el Emperador está desnudo, porque casi todos están convencidos de que el Emperador luce un antiguo y venerable traje dorado y mágico, porque la mayoría cree, y los que saben creen, y la historia cree, y el Emperador cree que realmente va vestido. Hay que tener mucha inocencia, mucha humildad y, por qué no, mucho valor para ver desnudo a ese viejo estúpido.
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A la religión, a las Iglesias, no sólo no les importa que existan los herejes, sino que las herejías les son de todo punto necesarias. Las Iglesias, como todos los instrumentos del poder, saben que la masa humana actúa como el hormiguero, donde el aparente caos de las hormigas termina urdiendo el orden de la colonia. La Iglesia, la religión como diabólico sentimiento que vive en nuestras sociedades, sabe que hay cristianos que odian al Papa y cristianos que adoran al Papa, cristianos que se dedican a primeras comuniones, casamientos y misas de difuntos, cristianos de falda larga y traje de marca, cristianos rocieros y de procesión, cristianos de rosario y chismorreos, cristianos locos de misión y desprendimiento, cristianos de base, cristianos marxistas, guerrilleros, homosexuales, cristianos agnósticos, cristianos ateos, y algunos miles de millones de cristianos más porque no existen dos cristianos que crean en la misma historia. Pero al final el bien y el mal, no lo que cada uno de estos términos contengan, sino esa estructura de bien y mal, el maniqueísmo en sí, la superficialidad, una simulada cordura que es realmente locura prefabricada y patentada, la previsibilidad, la costumbre institucional, la admisión de lo que es porque siempre ha sido, la impotencia que pone el poder individual en manos del poder colectivo, todo ello regado de prerrogativas políticas, de vanaglorias episcopales, de esa obsesión proselitista de la religión que de por sí deslegitima a cualquier persona o instancia, ese gran y último objetivo de la propagación de la buena nueva se consigue. El hormiguero funciona, avanza, y siempre hay un perro pastor, tiren por donde tiren las ovejas… perdón, las hormigas. La técnica es tonta de simple, y la historia que la sustenta realmente estúpida, pero a eficacia no se inventó nada mejor.
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Concluyo, ¿quiero decir que todo aquel que cree en Dios es un estúpido? Bueno, quien se ejercita en la estupidez acaba siendo un estúpido, pero también es cierto que en cuestiones de estupidez a ver quién es el guapo que tira la primera piedra. El problema de determinadas estupideces reside en que están fabricadas para ser creídas a pies juntillas, para manchar cualquier valor, cualquier pensamiento del creyente con el color de la nueva ley, para sustituir la moral personal y trabajada de cada uno (¿en qué consiste si no nuestra vida como personas?) por unos mandamientos descabellados. La religión trata de escamotearnos nuestro sentido de la vida, sustituyéndolo con uno universal, un esquema de pensamiento que una banda de pálidos vividores han venido construyendo durante veinte siglos para que las hormiguitas vayamos de aquí para allá, libres para cumplir la ley de Dios. Por supuesto, ustedes mismos…