En la penumbra de una habitación extiendo una serie de abalorios funerarios sobre una tela color crema. A mi lado se encuentra mi hijo mayor, ayudándome. Súbitamente advierto que la muerte no está aún decidida, que se sorteará entre otra persona y yo, y que si soy el agraciado al cabo de unas horas todos esos abalorios arderán conmigo para siempre. Y cayendo en ello me entristezco profundamente y lloro haciendo cuentas de lo que perderé, de que todo lo que tengo se perderá entre la ceniza, que dentro de unas horas tal vez no vea más a mi hijo mayor, ni al pequeño, ni a mi mujer, ni a nadie...
Pero ahora hay un toro suelto por la Carretera de Carmona, en la luz desvaída del amanecer. Un toro rojizo y poderoso que comienza a perseguir a un hombre de edad. El hombre trata de sortear al animal sin éxito, mientras nosotros miramos la escena sobrecogidos, y desde un lugar alto que no existe. De pronto el toro se revuelve, y aunque está lejos pienso que sería interesante salir de allí, y al pensarlo se lo estoy diciendo a mi mujer y a un amigo. Nos volvemos para escapar y estamos en la Avenida de la Constitución, junto a la Catedral, donde una muchedumbre se agita por algo que descubro por pura intuición. Otro toro, éste más joven, delgado y nervioso, aparece cuando la gente se aparta aterrorizada, y yo, al tratar de retroceder tropiezo con mi mujer y mi amigo y caigo al suelo.
Todo está ahora en calma. Paseo por calles estrechas de Sevilla, en la luz pálida de un crepúsculo casi noche, y en una de esas calles me encuentro con Alfonso del Real, que camina delante de mí remiso y tambaleante. Me acerco a él. Un inmenso cariño y una profunda pena me embargan al verlo. No sé si es el alcohol o la vejez lo que lo abruma, tal vez ambas aflicciones, pero parece no saber lo que se hace. Camina apesadumbrado, parándose de cuando en cuando, como buscando inocente alguna ruptura de lo esperable. Le hablo y él adapta su paso al mío sin esfuerzo, con naturalidad, sin caer en la pesadez de los bucólicos o los borrachos, y así caminamos juntos. Un poco más arriba de la calle entramos en un local lleno de gente, una especie de antiguo teatro o cine convertido en sala de actos, donde alguien va a intervenir para dar una conferencia o interpretar alguna obra. Alfonso se levanta de su asiento y se dirige en voz alta a esa persona, arrastrando las palabras, viejo y perdido, y yo me siento incómodo, pero en el aire flota la sensación de que es un hombre que merece un homenaje porque la vida sólo le deparó vejez y soledad…
Con el escenario más borroso, observo desde una ventana cercana al techo un largo recinto lleno de estantes. Sigue siendo de noche y las luces están apagadas. La estancia está cerrada y levemente dibujada por el alumbrado tímido del exterior. En la puerta de cristal, por fuera, diviso a una mujer joven. Me coloco allí precisamente por ella. La miro, la acecho con deseo, dejando volar mi imaginación entre intimidades y confidencias. Tal vez sea la tienda en un hotel, parte de un intrincado laberinto donde persigo una mirada, sólo una mirada...