Mi padre vive ahora siempre acostado; es alimentado con jeringas, a base de purés, zumos y yogur, pero adelgaza progresivamente y va perdiendo las pocas capacidades de relación que le quedan. Raramente atiende cuando se le habla, y los escasos y fugaces momentos en que mantiene los ojos abiertos los fija en algún punto indefinido, sin mirar nada, pensando dios sabe qué. Cuando intenta hablar no sabe bien qué dice, y ya no se entienden las dos o tres palabras que consigue balbucear.
Hace unos días tenía cita con el neurólogo. Debíamos acudir a las nueve de la mañana al Policlínico del Hospital de la Macarena, y como mi padre se encuentra en una residencia, en un pueblo cercano a Sevilla, y dado su estado, pedimos una ambulancia para que lo transportara. Se me informó que si quería acompañarlo debería estar en la residencia a las siete de la mañana, es decir, dos horas antes, puesto que la ambulancia podría venir en cualquier momento entre las siete y las nueve. La mañana estaba muy fría. Cuando llegué a la residencia ya tenían vestido y preparado a mi padre en la silla de ruedas. Lo vi más despierto que de costumbre, y se mantenía mínimamente erguido. Nos hicieron pasar a una pequeña y mal iluminada sala de espera, donde hacía bastante frío, por lo que pedí una manta para mi padre. Hay que decir que la residencia es privada, pero la mayoría de los residentes están en plazas concertadas con la Junta de Andalucía.
La ambulancia apareció a las nueve menos cuarto pasadas. Un tipo con muy mal humor y aspecto chulesco, sin dar siquiera los buenos días, llegó y, con mucha parsimonia, fue preparando la ambulancia para subir a mi padre. Ya llegábamos tarde a la cita, pero imaginaba que no habría problema puesto que quien nos demoraba era el propio Servicio Andaluz de Salud. Pusimos así rumbo al Hospital, con un traqueteo digno de la peor tartana. Al parecer, las ambulancias destinadas al transporte no urgente de enfermos son las antiguas ambulancias que van siendo jubiladas. Si en la sala de espera hacía frío, en la ambulancia el frío se palpaba, soplaba por todos lados.
Llegamos al Policlínico y un celador, que colocó a mi padre en una silla de ruedas, nos indicó amablemente que la consulta de neurología se encontraba en la primera planta. Subimos en ascensor, improvisado en uno de los rincones de aquel antiguo edificio que llevan décadas remodelando. Esperamos en una sala que originalmente había sido un amplio lugar de paso, y que ahora habían llenado de sillas para que los enfermos esperaran a entrar en las múltiples puertas que rodeaban la sala. No tardaron mucho en llamarnos y entramos. Alguien tuvo que ayudarnos a abrir la segunda hoja de una puerta vieja y rota que daba paso al departamento de neurología, puesto que la silla de ruedas no entraba. No lejos de la entrada se encontraba la consulta del neurólogo, donde comprobé pronto que la silla de ruedas apenas cabía. El neurólogo era un señor de mediana edad, muy amable pero también muy triste. Y realmente no me extrañó nada su tristeza puesto que el despacho era minúsculo: lo reducido de aquel habitáculo, el escaso y gris mobiliario y la falta absoluta de luz natural creaban un ambiente de hacinamiento que, día tras día, habrían mustiado a un ermitaño.
Como suponía, este hombre pensaba que era la primera vez que acudíamos al neurólogo, y no tenía sobre su mesa el largo historial de mi padre. Lo informé de todo, de los medicamentos que tomaba, pero tanto él como yo sabíamos que el momento de su enfermedad ya no requería de tanto estudio ni de tratamiento alguno. De hecho, me confirmó que haberlo llevado allí había sido una barbaridad, y se lamentó de que no hubiéramos podido hablar antes, algo que el sistema no contempla, por supuesto. Le mantuvo el medicamento contra el Alzheimer, pero indicando que ya le serviría de bien poco. También me reafirmó en la certeza de que la residencia donde está mi padre es una verdadera porquería: entre otras cosas, el médico que atiende allí a los ancianos tiene aspecto de ser ese médico que, en las películas de delincuentes, es el único al que puedes acudir para que te extraiga una bala o te remiende un tajo sin dar aviso a la policía. Por supuesto, éste, como el de las películas, parece más veterinario que médico. Hace un tiempo le suspendió a mi padre la medicación contra el Alzheimer con el argumento de que producía somnolencia, puesto que mi padre estaba muy decaído y se dormía en la silla de ruedas. El neurólogo me confirma que esta medicación no sólo no produce somnolencia, sino que produce insomnio…
Salimos con mucho trabajo de la consulta del neurólogo y volvimos a la planta baja. Para que una ambulancia viniera a devolvernos a la residencia, debíamos llamar con un teléfono interno al servicio de ambulancias. Tardé un buen rato en conectar con este servicio, pero al fin me dijeron que nos mandaban una. Tardó una hora, hora que pasamos en aquella sala abierta a la calle y a varios pasillos interiores, y por la que corría el aire frío de la mañana. La ambulancia que nos llevó no desmerecía en nada a la primera. Llegamos a la residencia a las doce de la mañana, y al dejar allí a mi padre pensé que igual no había que esperar a que el Alzheimer se lo llevara porque quién sabe si había cogido una pulmonía en el viaje.
Junto al Hospital de la Macarena se encuentra otro antiguo hospital, que ahora no funciona como tal. Es el antiguo Hospital de las Cinco Llagas, sede actual del Parlamento de Andalucía. El edificio fue, sin mucha demora, reformado con todo detalle en sus estancias principales, tanto en su interior como en los exteriores. Jardines intachables preceden y salpican una construcción a la que, según me refieren, no le falta un detalle. Los despachos de nuestros más altos representantes se alzan en un lujo acorde con las maneras y las finas costumbres de sus ocupantes; incluso algunas de estas estancias poseen un pequeño y coqueto montacargas conectado con el restaurante, que es manejado, obvio es decirlo, por la servidumbre empleada a tal efecto. Por supuesto, no dudo que tanto la alcurnia de estos dirigentes socialistas, como las agotadoras e ingratas tareas que deben cumplir justifican suficientemente estos lujos. Al fin y al cabo, el otro hospital se dedica a gente inespecífica, a trabajadoras y trabajadores con oficios vulgares, a amas de casa, a lisiados, a niños que tienen tanto que aprender de la vida… En cambio, el Parlamento es la sede de la Soberanía Popular, el corazón de la Democracia. Todos participamos, de una u otra forma, del notable confort y la elegante suntuosidad de este edificio, e incluso podemos sentirnos imaginariamente dentro de esos trajes a medida, de ese variado vestuario que exhiben nuestros representantes, y podemos viajar, virtualmente, en los vistosos automóviles con los que se desplazan, y disfrutar de los viajes y las cenas, de los aniversarios institucionales, de las entregas de medallas y otros fastos, de la tranquilidad de sus respectivas familias extensas y de sus amigos más fieles, en resumen, de todo lo que este régimen popular pone a disposición del político para que represente con señorío y sin mancha a la plebe. El Socialismo, vaya.