viernes, 29 de febrero de 2008

Medallas

Nuestras sempiternas y benditas autoridades andaluzas han concedido una de las Medallas de Andalucía en 2008 a la ínclita Elvira Lindo. La concesión de estas medallas tiene una historia tan disparatada que, en cierto modo, estos párrafos se hacen innecesarios, puesto que la sorpresa realmente se produce cuando la medalla es concedida a alguien que de veras la merece.

Elvira Lindo nació en Cádiz y por tanto, qué le vamos a hacer, es andaluza. Nuestra paisana ha dedicado la medalla "a una persona que ya no está", a su madre, que "hace 46 años pasó unas horas difíciles en Cádiz para que yo naciera". Incluso en esta dedicatoria se advierte esa forma despierta y sutil de escribir de Doña Elvira. Por supuesto, nada habrá tenido que ver que sea mujer de otro ínclito escritor, al que —el cielo me perdone— tampoco soporto: Don Antonio Muñoz Molina. Ni siquiera el hecho de que Doña Elvira garabatee sus pamplinas con regularidad en el diario progubernamental de la mañana habrá sido excusa suficiente para concederle una medalla como ésa, ni que se alinee esta señora con ese otro gran grupo de intelectuales que enaltece a este país por el mundo, y cuyas cancioncitas y novelitas son dabuten, aunque sus politiqueos y negocios sean aún mejores.

Al parecer, en la concesión de esta medalla se ha valorado su capacidad para "alternar el periodismo con la literatura y la interpretación con su particular estilo mezcla de humor, ironía y una aguda crítica social". Imagino que pensaban en las chocarreras historias de ese niño tan particular que llamaba a su hermano el imbécil. Nunca he podido soportar la falta de elegancia. La incompetencia la soporto hasta cierto punto, justo hasta donde linda con el mal gusto y la chabacanería, y esta mujer sobrepasa ese límite con regularidad.


Para ella, esta medalla representa una "compensación a los sinsabores de la vida". Su trabajo, según confiesa a los periodistas en las entrevistas post-medalla, consiste en "llegar a la gente" y, en este sentido, la concesión del galardón significa "un viaje de ida y vuelta de su trabajo". Yo no lo entiendo, seguramente porque no estoy en la onda boba. "En mi profesión los premios se buscan, pero, en este tipo de casos, no es así, por lo que siento una gran emoción y agradecimiento que celebraré con mi familia, que es la que más se alegra de ello", apuntó la escritora. Literatura insólita la suya, sin duda. Aun así, literatura insólita de la más zafia. Elvirita Gafotas y la gracia de ser andaluz.

Ridículos


Independientemente de su verdadero significado, puesto que algunas de sus acepciones pueden considerarse sinónimas, las palabras grotesco y ridículo poseen en mi opinión una diferencia esencial: lo grotesco contiene trazas de horror, y lo ridículo, sin embargo, deriva más por el terreno de la irrisión. Por eso, cuando he visto a nuestros políticos jugar a campañas y a democracias, nunca he podido calificarlos de grotescos, sino de ridículos. El horror, si se quiere el terror, supone un paso más allá de la ridiculez, y aunque los necios desmanes de nuestros políticos provocan no pocas desgracias, su estulticia les impide ser realmente malos, inteligentemente malos, malos de esos que pasan a la historia de los buenos malos. Aunque, aun risibles y papanatas, andan gestionando una de las más perfectas decadencias de Occidente, eso sí, con la inestimable ayuda de todos nosotros...

miércoles, 27 de febrero de 2008

In mundi creationem

http://eltallerflotante.blogspot.com/

Ir, vivirlo y volver

El sueño fue tan veraz, con tantos pormenores, y en él se vieron envueltas tantas emociones mías, tantas pasiones y tanta ternura, que seguro habrá por ahí más de un transeúnte que juraría haberme visto ir, vivirlo y volver…

martes, 26 de febrero de 2008

La vida bajo los árboles

«Viejas desdentadas, tullidos, bachilleres borrachos y bravucones, vírgenes andrajosas, embozados hijosdalgos, enanos, prostitutas y perros perdidos. Sombras alargadas en torno a una hoguera donde arde el brezo, se entibia el aguardiente y se invocan ángeles caídos. Fue aquí frondoso el bosque, los robles poderosos. A su abrigo, en las noches de plenilunio, danzaban estas gentes con sones de gaitas y tambores, bebían sin mesura, conjuraban su fortuna y si en sus ánimos alentaba aún el vigor de las pasiones, rodaban por la hierba, desnudos y embarrados, hasta que el sueño los rendía.

(…)

»Queda, al menos, la esperanza de saber que aunque vengan lustros de bonanza o apatía, gentes dóciles o lluvias tan persistentes que aneguen las ascuas de todo fuego, si al fin los últimos árboles sobreviven a la sombra creciente de la ciudad, volverán al amparo de sus copas en las noches más claras de luna los hombres de sombra proscrita.»

La isla de los robles vencidos, en La ciudad y las islas,
de José Carlos Díaz
(Ilustraciones del libro a cargo de Ana Trilles y Juan Garay),
Cuadernos Cálamo, Gijón, 1993.

lunes, 25 de febrero de 2008

Decir por decir

LAS MANOS QUE SON LAS HOJAS

Las manos que son las hojas
se despiden y se caen.
Cada vez hay menos manos,
más aire, cada vez hay.
Los celestes y los grises
se acomodan o se esparcen
en el espacio visible,
que cada vez es más grande,
en un debatirse hermoso
de nuevas inmensidades…

Este poema de Juan Ramón Jiménez no me gusta, me parece realmente mediocre. Posibilidades de que el motivo de este disgusto sea mi ignorancia poética, derivada de mi escasa práctica lectora: todas. Mas algo me dice que aquí aparece de nuevo esa lacra común en el arte que es el nombre. Amigos muy confiables han hablado maravillas sobre Juan Ramón Jiménez, y aquí me tenéis a mí, que si leí alguna vez su Platero no puedo recordarlo. Así que, humildad hecha carne, recibo expectante Lírica de una Atlántida, que por ser su poesía última debería contener muchas de sus virtudes literarias, pero hojeando el libro apenas hallo algún pasaje que me agrade.

A continuación, me pregunto por qué no me gusta el amigo Juan Ramón, por qué no puedo con el Borges poeta, por qué en general tan pocos poemas consiguen emocionarme. Estoy convencido de que, por lo común, son la ignorancia y la superficialidad con que trato este idioma las razones de mi frialdad, pero tal vez haya algo más, porque ¿de dónde, pues, que Neruda, Alberti, Lorca, Hernández, Whitman y algunos otros alcancen con sus palabras regiones profundas de mi gusto? ¿Acaso son éstos poetas específicos para ignorantes y superficiales?

Si me emociono es porque, diciendo, el poeta me dice algo, y cuando sólo encuentro el tintineo desnudo de las palabras, el vacío florido y charlatán del poeta, suelo aburrirme. Porque muchos poetas, que por profesión deberían encontrar para nosotros las palabras, las frases más hermosas para expresar secretos, pecan de palabreros, y escriben y escriben y cuando ya no saben sobre qué más escribir, van y nos definen las decepcionantes peripecias una hoja seca o de un vulgar rayo de luz. Todo vale con tal de que acabe revestido de un manto multicolor de términos, a veces tejido de un modo recargado y ridículo, otras con algo más de acierto formal. Pero hay tantos que dicen tan poco… Y lo afirmo yo, que he pecado más de una vez de charlatán, blandiendo el escudo de la estética para ocultar pensamientos apresurados y pueriles.

Por supuesto, si uno lanza cientos de dardos contra la diana, la suerte y no la habilidad hace que más de uno y de dos alcancen de lleno el blanco. Así, y contando con la ayuda inestimable de la recurrida subjetividad poética, en cualquier obra podemos encontrar versos brillantes, figuras sobrecogedoras, emocionantes requiebros, y estos hallazgos parecerían decirnos: “atención, ignorante, este prenda sabe lo que se hace. Si no hallaste emoción en el resto de su obra, será tal vez que no leíste bien, que tu alma no se abrió lo debido”.

El nombre, la fama es otro buen modo de compulsar toda una obra, y así, al estilo de esos pintores que, pintada una obra maestra, ya todo lo que producen son obras de maestro, el poeta escribe un buen verso, consigue el correspondiente reconocimiento, y a partir de ahí tiene ya todas las licencias. Sin contar con que aquí también funciona esa otra añagaza tan común en todo tipo de arte: el estilo propio.

Para acabar con esta cháchara mía, torpe y perifrástica, pondré para ilustración de la misma dos ejemplos. El primero es un poema en el que encuentro ese algo del que hablaba más arriba, y advierto que he elegido conscientemente uno que no trate sobre un tema ya de por sí esencial, para que aquellos que a estas alturas crean que confundo la poesía con la filosofía salgan de su error. El otro poema hablará de las nubes, un asunto de seguro muy querido no sólo para mí, sino para muchos de vosotros, y sin embargo el poema que transcribo me parece del todo prescindible.

GUITARRA

Habrá un silencio verde
todo hecho de guitarras destrenzadas

La guitarra es un pozo
con viento en vez de agua

(Gerardo Diego, de Imagen)

NUBES (II)

Por el aire andan plácidas montañas
o cordilleras trágicas de sombra
que oscurecen el día. Se las nombra
nubes. Las formas suelen ser extrañas.
Shakespeare observó una. Parecía
un dragón. Esa nube de una tarde
en su palabra resplandece y arde
y la seguimos viendo todavía.
¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura
del azar? Quizá Dios las necesita
para la ejecución de Su infinita
obra y son hilos de la trama oscura.
Quizá la nube sea no menos vana
que el hombre que la mira en la mañana.

(Jorge Luis Borges, en Los conjurados)

Para terminar, os dejo una frase de mi querido Cioran, que en mi opinión contiene bastante más poesía que todo el poema de Borges, y que corrige aquí el buen nombre de las nubes:

¿Qué sería, qué haría yo sin las nubes? Paso mi tiempo más luminoso mirándolas pasar.

(De Cuadernos).

viernes, 22 de febrero de 2008

Cuando la música es mala...

Conchita, Alejandro Fernández, Luz Casal, Shaila Dúrcal, Juan Luis Guerra, María (Factor X), Chambao, Gloria Estefan, Kilo y Shara, Andy y Lucas, David Bustamante, Merche, Pastora Soler, Juanes y La 5ª Estación, premios Cadena Dial 2007 a los mejores músicos de la escena nacional, concretamente los mejores de la música latina. La gente cuyo buen corazón funciona las veinticuatro horas del día podría argumentar de varias formas: bueno, tienen ritmo, animan una barbaridad, su música se puede escuchar mientras fríes huevos o bates la bechamel, incluso aquello de siempre: en cuestión de gustos... Más allá, alguien que posea afanes críticos, pero sin llegar a la intolerancia, podría advertirnos que son premios para una determinada música, que no pretenden ser (aunque claramente lo pretendan) premios a los mejores músicos nacionales, sino a los mejores representantes de la música latina. La música latina es un constructo zafio que sirve igual para un roto que para un descosido, y al crítico bondadoso yo le preguntaría si los premiados se encuentran o no entre los músicos superventas de este país, e incluso de toda Latinoamérica. Si están ahí, me da igual que los premios estén dados de una forma o de otra, porque de hecho son de los músicos más considerados en nuestro entorno, los músicos que la gente escucha mayoritariamente.

Pues bien, en mi opinión (para mi gusto), no hay un gramo de música en toda la bazofia que estos afamados músicos vomitan. Puestos así, claro, el panorama de la educación musical de este país, que coincide con el panorama de la educación general de este país, se puede calificar como desastroso, algo que a todos estos vociferantes patanes que hoy empezaron a pedirnos nuestra aquiescencia a sus desmanes les importa un soberano carajo.

[Imagen tomada de www.cabreados.org/page/38/]

jueves, 21 de febrero de 2008

La mirada eterna

Entre sesenta y setenta años separan a estas dos fotos. La chiquilla de la izquierda es tía abuela de la de la derecha. La primera murió con nueve años, hace mucho, mucho tiempo. La segunda vive y con su gracia va esparciendo luz por este mundo. Pero ambas, mi desconocida tía Mercedes y mi sobrina Paula, poseen la misma mirada intensa. Diríase que en esa mirada se muestra velado el mismísimo misterio de la existencia...

El marcador de lectura

Sinvergüenza como ella, te enganchas a la mínima en cualquier sitio y haces por extraviarte, pero yo sé que sólo juegas a perderte. Juraría que no naciste marcador de lectura, pero acurrucándote una y otra vez entre las páginas de mis libros aprendiste, y bien, la entrañable labor. Danzas sobre el lomo de esta novela y de aquella otra, y en tu danza recitas palabras que no son mías, unas palabras que siempre lograron acariciar mi amargura con el bálsamo del afecto, y que tú conservas y refieres entre otras palabras, entre párrafos y páginas, para componer el rumor del viento suyo que acompañará siempre todas mis lecturas.

Entradas

Celia también se fue antes de tiempo. La Misa en si menor de Bach dijo entonces cosas al respecto.


Bendito paraíso...


Carlos, Málaga y una Semana Santa especial.


A veces los hombres se transforman por instantes en dioses, dioses mortales cuya voz se quiebra, cuyas piernas fallan, pero que conservan hasta el final esa mirada que refleja inolvidables paisajes de un infierno ansiado.


¡Qué director de orquesta Corea! ¡Qué gigante y qué maestro de las tormentas!


Algodón dulce de Feria de un piano máquina del tiempo sobre el terciopelo de mis estremecimientos... Sí, más o menos...


El Beethoven de los cantautores, un poeta cuya música pensé de poco valor y que, vive Dios, lo hizo todo tan decente, y tan profunda y esperanzadoramente indecente...

El futbolista de Triana

La lluvia ha provocado un silencioso festival de aromas removidos, y en la calle nocturna huele a otra vida, a la tierra que sustenta el pasado. Esa chiquilla, a la postre, ha resumido en su gesto todo lo que de veras se puede saber sobre nuestra realidad. Al llegar, mi padre acababa de caerse. Parece que llevaba mucho tiempo agachado y tratando de arreglar algún imaginario problema en su zapato, y al final perdió el frágil equilibrio, aunque sólo se ha hecho un pequeño rasguño en la mano. Sus huesos han demostrado ya varias veces una fortaleza inusual. Y me lo encuentro en la silla de ruedas…

Taciturno, el mejor futbolista de Triana mira al suelo desde una silla de ruedas. Me responde, pero no me mira. Bueno, que descanse un poco tras el susto y en un rato intentamos otra vez un paseo. La chiquilla, la enfermera, me hace un gesto que significa que el reloj siempre avanza, que nunca retrocede, y claro, llega el momento en que las piernas ya no…

Mi padre lleva tiempo convencido de que tuvo que dejar el fútbol porque cayó malo con esto que ahora tiene, esto de la cabeza y de la memoria. De un plumazo del olvido ha borrado más de cuarenta años de su vida. Venga, a caminar un rato, fuera silla de ruedas. Esto ha sido sólo un pequeño accidente, y es que si de algo está orgulloso mi padre es de sus piernas. Vamos, arriba… Pero las piernas no responden, no encuentran fuerzas para enderezarse, y él mismo me pide volver a la silla. Así que ahora, mientras chirrían como gatos las ruedas, girando por los pasillos camino de ninguna parte, nadie podría decir que mi padre esté ido, ni tampoco que esté del todo consciente; más bien hay un vacío en su mirada, como si mantuviese los ojos fijos en un firmamento lejano, o tal vez no tan lejano...

Lo llevo al comedor, y allí, en la mesa, lo esperan tres mujeres: una, muy delgada, atada a la silla de ruedas con un cinturón, comienza a sacarse los zapatos y los calcetines, y acaba poniendo los pies sobre la mesa. Otra presenta una mirada constante de terror, y de vez en cuando salta sobre sí misma y da un grito como si hubiese visto al mismo diablo. La tercera está ciega, y ha debido caerse hace poco porque tiene media cara amoratada; mantiene la cabeza inclinada hacia atrás, en una postura que debe ser incomodísima, y murmura cosas en un desvalimiento absoluto. Más allá veo a una viejita sola en una mesa, que trata de beber de un vaso vacío y que sostiene del revés. Mi padre mira a su alrededor sin comprender demasiado, quién sabe si pensando que ha llegado la hora de dejar definitivamente el fútbol…

miércoles, 20 de febrero de 2008

Un helado para Adrián

A las cinco y veintidós, tres horas antes de que ella muriera, justo la última vez que la vimos con vida. Adrián le dijo adiós como presintiendo la fatalidad.

Nombres...

Allá por el año 2006...

lunes, 18 de febrero de 2008

Selva


Aguardo en el semáforo. Hay un gran atasco, y los automóviles atoran el paso de cebra. Mucha gente espera a un lado y otro para cruzar, y algunas bicicletas esperan en el carril bici. El semáforo da paso a los peatones, pero los coches siguen sin moverse. El único paso posible es a través del carril de las bicicletas. De pronto, a mi espalda, escucho el timbre insistente de una de ellas. Me vuelvo y veo a una mujer que hace mucho ruido con el timbre tras una señora mayor que camina con dificultad, la cual, al parecer, también tiene problemas de oído. Me indigna la insistencia de la ciclista, porque debería ser consciente de que el paso está obstruido por los coches y de que la señora es muy mayor. El timbre sigue sonando, y la señora al fin se percata de la bicicleta. Entonces acelera el paso asustada, aunque sin saber muy bien para dónde tirar. La ciclista la adelanta murmurando e invadiendo el paso de cebra que acaba de despejarse un poco, y cruzando a la vez el pequeño paso de cebra del carril bici sin detenerse ante la gente que lo cruza. Pero la señora mayor acaba de caerse, y la ciclista se detiene y sin bajar de la bicicleta demuestra con gestos su preocupación por la pobre señora, a la que ayudan a levantarse algunas personas. Llevan a la señora a la acera; parece que no ha sido nada. La ciclista sigue su camino, seguramente con esa sensación tan placentera y ufana de andar mejorando el latido de su corazón y colaborando con el medio ambiente de una forma tan responsable...

domingo, 17 de febrero de 2008

Los sonidos de la luna 3

Sonidos que realzan por contraste el adorable silencio. Pensaba que sólo moriría si hubiera de vivir sin mis hijos, pero creo que también si algún día me quedo sin música, sin este vicio inconcebible. El Bosque sigue gestando susurros, susurros que yo recolecto con la paciencia de un enamorado para hacer plenas todas y cada una de las treguas, para señalar los senderos, para invocar los besos esmeraldas, esos besos que, estallando, iluminarán con su luz misteriosa los extravíos de esta pobre alma.

jueves, 14 de febrero de 2008

Reírse de la vida

Juan, a mi izquierda, lo mira todo a un lado y otro de la carretera. Por su parte, en los asientos traseros, Adrián demuestra con un silencio sin fisuras ese obligado e irracional egotismo adolescente. Venimos de ver al abuelo. Mi padre hoy se encontraba muy despierto, y el rato de sol le ha sentado a las mil maravillas, aunque cada día le cuesta más articular las palabras, y por tanto, cada día habla menos. En él se demuestra, en unos niveles muy básicos, que con la lucidez las cuentas globales siempre producen unos resultados bien tristes. Cuando lo encuentras ido, extraviado en sus historias irreales, suele mostrar un amable contento, y cualquiera aseguraría que es un hombre al fin y al cabo feliz. En cuanto la lucidez vuelve, y el día le amanece claro, y por encima de la dificultad para hablar su pensamiento rige con cierta velocidad y soltura, ese día su amabilidad se torna desdichada, como rendida, y mira con esa mirada de los que se están yendo y se ríen de los que quedan porque son unos ilusos que cuentan con la eternidad.

Me detengo en una gasolinera. No recuerdo cuándo llené el depósito por última vez, y me siento bien porque en los últimos años utilizo más mis piernas que las ruedas. No hay nadie en la gasolinera, pero cuando salgo del coche un hombre se dirige ya hacia la caja para pagar la gasolina. Acaba de llegar, pero se ha bajado con prisa y se me ha adelantado en la caja. La dependienta le pide el carné de identidad, y él se lo enseña a través del cristal sin sacarlo de la cartera, diciéndole: “si no parezco yo es porque el día que me hice la foto estaba resfriado”. La mujer sonríe, y el hombre, de unos treinta y cinco años, se vuelve hacia mí y me dice: «hay que reírse de la vida, amigo». Lleva gafas y barba cuidada, y su rostro es cárdeno hasta la exageración. «Míreme a mí –me dice–, ayer me acosté a las cinco de la mañana y hoy estoy destrozado. Estuve tocando toda la noche con Pansequito. Vea mi mano –y me enseña el pulgar derecho–, toda la noche tocando, pero hay que reírse de la vida». No acierto a contestar nada congruente, y él se vuelve de nuevo hacia la dependienta para firmar los recibos. Entonces aprovecho para decirle a la mujer que quiero llenar el depósito. La mujer asiente y yo me dirijo al coche despidiéndome del hombre, que me contesta mientras firma.

Es casi la una de la tarde. Juan y Adrián esperan en el coche. Comienzo a llenar el depósito cuando el hombre se dirige al suyo a hacer lo propio. En el vehículo esperan dos niñas en los asientos traseros. El hombre ha pedido sólo diez euros de gasolina, y su coche es muy antiguo. Entonces, en voz alta, se queja de que hace un aire muy desagradable, como extrañado de que pueda haber algo que enturbie una mañana tan hermosa de sábado. Yo le respondo que si no fuera por el viento haría un día realmente caluroso, y él asiente silencioso. Termina de echar la gasolina y se despide: «Amigo, que tenga un buen día». Le deseo lo mismo y el hombre se va con prisas, dejándome allí, con la manguera en la mano, pensando en cuánto me sobran a veces las ideas, y la metafísica, y la sensatez entrometida que quiebra la armonía y la sencillez natural de nuestra condena.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Cristina Arteaga o el sueño de la luz

...Y entonces llegó de improviso a mis narices el fuerte y
peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión
era irresistible. No estaba en la bóveda. Había caído
en trance fuera de mi casa, entre extraños, dónde
y cómo no podía recordarlo, y ellos me habían
enterrado como a un perro, metido en una ataúd común
claveteado, y arrojado a lo profundo, en lo profundo
y para siempre, de alguna tumba ordinaria, anónima.

Edgar Allan Poe, El entierro prematuro

El solitario ventanuco que agujereaba la pared de piedra apenas permitía a Cristina Arteaga distinguir la noche del día. Mil años habían pasado desde que volvió del manicomio y aquel monstruo la encerró allí en aquella húmeda cueva. Muchos días olvidaba dejarle la leche y los bizcochos, o se los ponía lo bastante apartados como para que su invalidez la condenase a un ayuno que ya no sentía; pero de lo que nunca se olvidaba aquel hombre era de atorar el diminuto ventanuco sin cristales con un chaleco salpicado de paja y piojos, y de soltar en la fría madrugada, cuando salía para las cabras, alguno de sus insultos ininteligibles.

Cristina Arteaga, habiendo conservado su buena planta de mujer luego de un luto bien regado de lágrimas, al año de írsele su primer hombre de una disentería inesperada, se arrimó a Dionisio Rueda. Gañán de pocas palabras, llevaba, sin embargo, unas manos a primera vista capaces de enjugar esa soledad que, como un cenagal, a Cristina se le había encharcado en el pecho. El pueblo diminuto donde Dionisio Rueda explotaba dieciséis cabras, viviendo medio hacinado en una covacha lúgubre, no quedaba a más de media hora de donde Cristina; ella lo había visto de lejos, abajo en el valle, azuzando a los animales tan derecho como un gigante. Por entonces los impulsos iban ganándole terreno al recuerdo, y una voz invisible la empujó una tarde ladera abajo, hacia aquel hombre que, sentado sobre un tocón podrido de castaño, la esperaba con un silencio que empapaba el valle, el tiempo y todo el porvenir que a ella le cabía en los ojos.

Las cabras devastaron el huerto contiguo, y aún tuvieron tiempo de esquilmar las ramas bajas de unos esmirriados olivos que regaban las terrazas hasta lo más alto del valle. Ni él ni ella repararon en las cabras ni en nada del pasado que no anduviese entre la carne blanda de uno y otro. Cristina Arteaga se iba sin dar las gracias, y Dionisio Rueda pensó que, aunque desagradecida, aquella hembra bien valía unas palabras; y entonces ella lo escuchó por primera vez, arrastrando esa voz destrenzada que al viento habría copiado, y que momento tendría de identificar con la del mismísimo demonio:

— Mujer, si quieres volver, puedes.

De vez en vez barruntaba los pasos de viento de Teodora la de Lucio, que se paraban con ella frente a la puerta cerrada para escuchar la tormenta de silencio que Cristina, con su aliento de vieja prematura, había pintado en aquella cárcel de piedra. El susurro de las alpargatas sobre el guijarro de la calleja le sonaba verde, como una migaja de esperanza que anunciaba el mediodía, y luego volvía cuando el sol se caía por detrás de algún cerro. Aun en aquella oscuridad podía rememorar el rostro de ángel de aquella mujer desecada que, sentada en un escalón, la vio pasar un día de blanco y de la mano de Dionisio Rueda. Sus labios habían esbozado una sonrisa tenue que de súbito se apagó, tal vez porque Teodora, de algún modo, había adivinado el triste futuro. Un manojo de recuerdos mantenía viva su cabeza, y los pasos de Teodora Cuerda por dos veces al día le servían de reloj.

Cuando su segundo hombre la trajo ella creyó que, con la fuerza descomunal que había atesorado durante un año de llorar al primero, podría reanimar aquella madriguera inundada de arañas, pero allí dentro las piedras se habían ennegrecido para siempre, y las telarañas recrecían compitiendo con su celo, hasta que al final se avino a respetar aquel desvarío de suciedad para que el desorden también firmase la paz y volviese a su letargo del principio. El aire limpio era incapaz de entrar por el miserable ventanuco, porque no cabía con tanta humedad y tanto hacinamiento, y Cristina sintió demasiadas veces el impulso insensato de ensancharlo con sus propias manos. Pero transcurrieron esos mil años y ahí seguía ahora aquella rendija despreciable, aminorada con el chaleco podrido y sirviendo de todos modos porque el azul marino de la prenda se iluminaba con un halo leve de claridad por el día, y se apagaba inmisericorde con los segundos pasos de Teodora, justo cuando Dionisio Rueda arracimaba a sus dieciséis cabras y las guiaba sendero arriba hasta el pueblo.

Dionisio Rueda había esperado algo así. Se cansó pronto de aquella mujer que no sabía agradecerle su hombría, y de que sus cabras tuvieran que pelear más con el monte desde que había otra boca que alimentar. El incesante trabajo de las sabandijas, la parálisis asfixiante del ambiente por culpa de aquel solitario agujero en la pared, la férrea oscuridad de las noches y la hermética soledad de los días formaron un enemigo que rasgó el seso de Cristina Arteaga. Por eso un húmedo veinticuatro de abril, cuando el hombre acabó de encerrar a los bichos, y entró empujando brusco el portón de madera crujiente, la vio allí, sobre la cama, inmóvil y con los ojos abiertos como volcanes. No hablaba ni se movía.

— Dios sabe mucho más de lo que anuncia. Me pudiste dar las gracias alguna vez, pero no, y mira como quedaste...

No oyó siquiera el ronco balbuceo del hombre; siguió allí, con los brazos caídos y fijos sus ojos inmensos en el ventanuco, atascada también pero ella en una ingenua idea de pájaros, deslumbrada por su irreprimible capacidad de soñar con la luz.

Un empinado doctor con perilla, tras la muralla aséptica de su blanca bata, diagnosticó su enfermedad con un chapurreo impenetrable que a Dionisio Rueda se le resumió en tres palabras categóricas: loca por desagradecida. Fue ingresada en una casa de reposo. Sus amplias ventanas daban a una hermosa ciudad que se desparramaba encendida ante ella. Al principio le resultaba imposible mover algo más que los ojos y la boca para comer, pero tanta luz, el bullicio frenético y transgresor que se adivinaba entre las casas, la gente saliendo de los portales con el exquisito propósito de vivir, de no dejar que el polvo se le viniese encima como a los trastos inservibles, todo la fue animando hasta que una mañana inolvidable pudo llorar de alegría. Caminando despacio por un corredor del sanatorio saludó a aquellos compañeros extraviados que, encerrados en aquel manicomio, inventaban otras formas de gastar las horas.

El hombre la visitaba una vez al mes, fugaz como un espectro, con el rostro pétreo que siempre le había conocido. Todas las veces dejaba sobre la mesa una botella de zumo, para que el sonido del cristal sobre el mármol de su mesilla agrietase siquiera un instante el odioso silencio de aquellas visitas, y cuando la mujer levantaba por fin sus ojos mojados para mirarlo con una tristeza que ningún hombre puede soportar, entonces Dionisio Rueda agarraba la boina y desandaba sus pasos, para no dejar a las cabras tanto rato a oscuras y salvar de paso sus curtidas convicciones.

Cristina Arteaga creyó reconocer cierto reflejo amarillento, como de hiel, en las comisuras de los labios del cabrero cuando, con su almidonada bata de matasanos de fondo, el médico murmuró algo en su jerga, algo que bien podía significar lo que ni él ni ella esperaban ya de ninguna forma. Dionisio Rueda bajó su mirada de milano viejo y renegó ciento una veces de su malhadada suerte, sin que nadie, salvo la mujer que tendría que llevarse, supiese a ciencia cierta el motivo de su desconcierto. Y allí se la llevó, esta vez para arrumbarla en el catre descuajaringado y pringoso frente al ventanuco de los infiernos, para mal nutrirla con unas gotas diarias de leche y unos bizcochos revenidos, y avejentarla con el oscuro resquemor que blandía contra ella en sus insultos crepusculares.

Mil años, ella los había contado uno a uno. Desde su vuelta no había articulado palabra, y el hombre se había encargado de evitarle las visitas de vecinas, y de esconderle la luz y racionarle el sonido. Cristina Arteaga ya sólo sabía recibir: la escasez del alimento, la endrina solidez del silencio y la callada, eterna e inconsútil noche de allá dentro; si acaso las babuchas de Teodora sobre las piedras, su propio pelo revuelto y arremolinado sobre la cara, los recuerdos como regalos del ayer. En cambio, su voz era imposible.

Tan sólo se oyó dos veces más, la primera una tarde en que el ruido de la lluvia diluyó sus palabras cortas e indecisas. El portón se había abierto, y Dionisio Rueda había entrado acompañado por tres personas jóvenes y bien vestidas: un hombre y dos mujeres. La llamaron por su nombre: "Cristina", y aquello le sonó como una risa; sí, era una risa aquel nombre suyo entre el repiqueteo del agua de lluvia y brotando de aquellas caras limpias que se le acercaban tanto. Que tenía que salir, que no podía seguir allá encerrada, tendida de aquella forma, y que el sol, los paseos, las vecinas, la vida...

— No se vayan, señoritas, no se vayan, se lo ruego,... señor, señoritas, no se vayan...

Nunca supo de seguro si la habían escuchado. Dionisio Rueda atrancó la puerta por fuera y quedaron hablando, guarecidos de la lluvia bajo el alar del tejado, arguyendo el hombre sus derechos de marido, la esperanza de una pensión por aquel objeto inerte que era ella. Lo cierto es que el dulce terremoto había cesado, que ella volvía a aquella nada impregnada de muerte y angustiosa como un alud de negra tierra, dispuesta para otros mil años.

Ahora, Cristina Arteaga advertía que los bordes del chaleco empezaban a prenderse con el alba. El hombre acababa de salir al verano que en aquellas mañanas nacía tras el ventanuco, y ella se sintió invadida por un súbito temblor, que la asaltó de improviso como un presentimiento, y que al fin la decidió. Antes de que los mil años se repitiesen, ella tenía que agradecerle a aquel hombre, que la salvó del dolor de una pérdida para perderla en el más agudo dolor de una postración interminable, el lento camino que le había trazado para terminar podrida por los gusanos del vacío. Debía reconocerle la parquedad de su compañía, el aliento helado con que extinguió una y otra vez el más mínimo asomo de esperanza; sí, darle las gracias por haber hecho de Cristina Arteaga la primera mujer que asistía a su propio entierro y descomposición.

Cumplieron los pasos de Teodora como dos pequeñas ráfagas de aire, para apurar un día que había venido del brazo de una resolución irrevocable, y a poco de volver a apagarse el chaleco azul marino entró la sombra de Dionisio Rueda con su zurrón renegrido, enmarcado por el resplandor lunar de una noche seguramente enternecedora que se coló por un segundo en aquel ataúd. Lo oyó masticar durante un rato. Como siempre, el hombre se pasó la manga por el hocico y, descalzándose las botas, se metió en la cama. Estuvo liando un cigarro y al final lo encendió; cada noche ella recordaba, con esa lumbre nerviosa danzando cerca de sus ojos, el día que su madre le puso delante un pastel con siete velitas, aliviando el candil para que resplandecieran, porque tenía siete años y su padre había regresado del norte, y por todos sitios flotaba un aroma de cariño nuevo, una sensación de esas que apenas soportan la eternidad de una noche.

De pronto se ahogó la candela enrojecida del cigarro, y a Cristina Arteaga nada le costaba aguardar unas horas más, hasta que la montaña animal que rebullía a su lado persiguiendo el sueño dejara de moverse, y comenzase con esa respiración sentenciosa que marcaba el ritmo de las noches. Sí, fue la segunda y última vez que escuchó su propia voz. Su grito llegó aún más lejos que el de él: fue un grito salvaje, libre, como el estallido de una voz sobrecargada de intenciones que relumbrara en la quietud de los montes. El aullido de Dionisio Rueda, sin embargo, pareció el minúsculo estrépito de un chorrerón, ensombrecido por el trueno tormentoso y vivo que partió de la garganta de la mujer. Ella, con sus pulgares uñosos aferrados y escarbando en los ojos del hombre, se sorprendió de hallarle algo cálido a aquella alimaña, porque las manos impotentes de él sudaban y resbalaban tratando de apartar las suyas, y porque reguerillos de un zumo caliente comenzaban a impregnar sus dedos y el rostro de su tirano. Cuando derribaron la puerta, fue Teodora la primera que entró, y la que sacó sus dedos de las órbitas destrozadas del hombre desmayado, sin que Cristina opusiese ni la más mínima resistencia a la dulzura con que Teodora tomó sus manos.

Cristina Arteaga tuvo luz, paredes blancas y unas grandes ventanas por las que entraba el rumor de la vida y el sereno discurso del tiempo, y hasta a la mismísima muerte la recibió con una sonrisa en los labios. Se fue una tarde de invierno en que el sol besaba manso a la ciudad, cuando después de muchos años había conseguido levantarse para ver mejor los tejados y las calles, y a la gente trajinando, mientras que con su mano sobre el pecho y un silencio de arroyo decía adiós a tanta historia inexplicable, justo en el instante en que pensaba lo buena que había sido Teodora con sus pasitos de viento.

viernes, 8 de febrero de 2008

...y por ejemplo...

Excurso

Enamorarse un instante, no te cabe en la cabeza… Requieres sentimientos, elaboración, tiempo. Pero no, el presente es la realidad del tiempo, lo trascendente de ese gran espacio fabricado de brumas. Y en ese presente, una mirada puede generar un caudal de sentimientos, un enorme apego, ríos mansos de ternura. El azar es el paso del reloj, aunque luego lleguemos y lo reduzcamos a las previsiones. Todo ocurre porque sí: la caricia, lo inesperado, lo imposible.

martes, 5 de febrero de 2008

Los sonidos de la luna

Incluí el primer volumen de estas recopilaciones azarosas en un artículo largo y tal vez tedioso. Les ofrezco aquí el segundo, y otra vez el primero, por si entonces no se hicieron con él. Digamos que la mezcla trajo la magia y el aroma de ese bosque donde los caminantes perdidos pueden descansar entre seres imposibles.
[Para conseguirlos pulsar aquí]

viernes, 1 de febrero de 2008